“Amazonia es la última gran frontera sin energía en Brasil”, dice el ingeniero Aurélio Souza. Recorriendo los ríos Purus e Ituxi que cruzan el sur de este vergel tropical es fácil comprobarlo: todas las embarcaciones transportan hielo, un bien escaso y preciado para las comunidades.
“Por lo menos dos millones de brasileños no tienen acceso a energía moderna. Usan generadores pero son apenas paliativos”, dice Souza, quien trabaja en un proyecto para llevar electricidad a esta región selvática usando paneles solares.
Siguiendo la lógica del río, en cuyas orillas viven los casi 600 habitantes de la reserva Ituxi, la gasolina y el diésel literalmente motorizan la vida y solo pueden ser comprados en la ciudad a un precio mayor que en las urbes como Sao Paulo.
En Ituxi la mayoría de las construcciones son palafitos básicos de madera con letrinas externas. Las mujeres lavan ropa y platos, y también se asean, en pequeñas plataformas de madera en la orilla del río.
Las casas más estructuradas tienen baños y agua potable extraída de pozos artesanales. En ellas, el ruido de los generadores marca la noche temprana, anunciando cuatro horas de bombillas y, en el mejor de los casos, televisión.
El precio del combustible hace prohibitivo el uso de un congelador, relegado para ocasiones especiales. Encenderlo varias horas por día costaría unos 400 dólares mensuales de gasolina.
Pero para Souza, consultor del proyecto “Resex, Productoras de Energía Limpia”, del Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF), es posible cambiar esa realidad con energía limpia que dejaría en el pasado a los ruidosos generadores.
La disponibilidad del recurso solar, la durabilidad de las piezas y la escala garantizan el éxito de este modelo en la Amazonia frente a otras alternativas, dice este asesor de la iniciativa que es apoyada por el federal Instituto Chico Mendes de Conservación de la Biodiversidad (ICMBio).
– Silencio –
El proyecto fue estrenado en julio en la reserva Médio Purus, de casi 6.000 habitantes. Allí, la escuela de la comunidad Cassiana imparte clases nocturnas vía satélite, método que necesita proveer energía a un receptor, una televisión, un parlante y las luces.
Los paneles instalados en el techo de la escuela alimentan las baterías durante el día para mantener el sistema funcionando por cuatro horas cada noche. En tres meses, los alumnos notan cambios.
“El ruido del generador no nos dejaba concentrar y nos cancelaban muchas aulas porque faltaba combustible y no podíamos encender los aparatos”, cuenta Francisca de Almeida, de 30 años, estudiante de segundo año de secundaria.
Río arriba, en Jurucuá, los vecinos decidieron que la nueva fuente de energía solar abasteciera un emprendimiento de harina de yuca y una bomba hidráulica que filtró y llevó agua por primera vez hasta la casa de Maria Francisca de Souza, que con 54 años nunca había tenido agua potable y ahora planea construir su primer baño.
Con 6.042 km2, Médio Purus equivale a cuatro veces la Ciudad de México, lo que sumado a la logística fluvial, complica la implementación de una red convencional de luz.
“Brasil contempla en sus políticas públicas la universalización de la energía, pero la instalación de las redes no va a llegar a todas las comunidades (…) El costo es muy elevado”, sostiene el ingeniero Souza, socio de la empresa Usinazul.
“Hay un mercado enorme en esta región y es preciso crear modelos de negocios que cuenten con apoyo público como inversión inicial, de otra forma las comunidades no tienen cómo”, añade.
– Innovación –
La vecina reserva de Ituxi recibió un sistema como parte del proyecto. A petición de la comunidad, los paneles fueron instalados en la sede de la asociación de vecinos Amari que quiere comercializar el acai, una fruta amazónica muy popular en Brasil.
La producción a escala requiere máquinas para despulpar y congeladores, con un alto costo en combustible. La colecta, hasta ahora, se remite al consumo interno e inmediato.
Aurélio Souza, que participó de otro programa de energía solar pionero en Amazonas, afirma que su potencial de expansión en estas comunidades es ilimitado.
“Todo el mundo busca innovar, las poblaciones se están adaptando a los cambios y es lo que estamos tratando de hacer aquí”, dice Irismar Duarte, vicepresidente de Amari.
Por tratarse de una construcción más nueva y amplia, en Amari funciona un salón de clases y el improvisado único puesto de control de malaria de la reserva, cuyas comunidades más pobladas están a 200 kilómetros (o seis horas de lancha rápida) de la ciudad de Lábrea.
Después de tres días de trabajo, las bombillas de Amari se encendieron sin el ruido de los generadores. Para Irismar, de 33 años, “es un sueño, algo que ni parece que podía pasar”.