Perdida en medio del Atlántico Sur, la isla británica de Santa Elena vive una revolución: por fin se puede acceder a ella en avión tras siglos de aislamiento. Para su industria turística, la noticia supone un gran alivio y la esperanza de un despegue económico.
Tras años de aplazamientos, Londres dio en 2011 su visto bueno a la construcción de un aeropuerto en su lejano territorio. Su objetivo era poder viajar a Sudáfrica en seis horas de vuelo, en lugar de cinco días de travesía marítima.
Las autoridades británicas calcularon que hasta 30.000 turistas podrían acudir cada año al pequeño territorio de 4.500 habitantes, que hasta el momento recibía unos centenares de visitantes anuales.
Aunque no tiene playas de arena blanca ni cocoteros, la isla es un paraíso para los senderistas y los buceadores, y puede presumir de una historia tan rica como su flora: Napoleón murió en Santa Elena en 1821 durante su exilio, y unos 25.000 esclavos recién liberados desembarcaron allí en el siglo XIX.
Animados por las previsiones del Gobierno británico, algunos habitantes de la isla, donde el salario anual medio no supera las 7.280 libras esterlinas (unos 9.650 dólares), invirtieron en el turismo.
Johnny Herne, un empresario local, encargó en Escocia, a más de 8.000 kilómetros de allí, un barco para que los turistas pudieran observar las ballenas jorobadas y los delfines a lo largo de los acantilados de la isla. La operación le costó 182.000 libras (unos 241.200 dólares).
Paul Hickling se lanzó por su parte a elaborar licores a base de flores de cactus y de café de Santa Elena, que goza de una fama excepcional. Su nueva empresa necesitó una inversión de más de 117.000 dólares.
¡Inviertan!
“El Gobierno nos dijo: ‘inviertan, que llega el aeropuerto. Tenemos cifras que dicen que toda esa gente va a venir'”, cuenta este quincuagenario.
Pero en abril de 2016, a tan sólo tres semanas de su inauguración, la apertura del aeropuerto, que costó 285 millones de libras (378 millones de dólares), se aplazó sine die porque vientos imprevisibles dificultaban los aterrizajes y los despegues en la pista, construida a proximidad del océano.
Hazel Wilmot, hostelera en la capital Jamestown, había encargado cuatro contenedores de comida y bebida. Su establecimiento de lujo estaba completo hasta la Navidad de 2016.
Pero con el aplazamiento de los vuelos, los turistas anularon sus reservas. “No pude utilizar la comida ni venderla”, explica, enfadada. Para salir adelante, tuvo que recurrir a sus ahorros.
En 2016, perdió al menos 200.000 libras (265.000 dólares) tras un 2015 sin actividad. Aquel año, los turistas habían aplazado su viaje a la espera de la apertura inminente del aeropuerto.
Johnny Herne se endeudó mucho, y su mal cálculo le costó un divorcio. “Me arruinó la vida”, asegura.
Las autoridades locales crearon un plan de ayuda para las empresas con problemas, pero nadie lo solicitó, explica Peter Bright, de la agencia gubernamental Enterprise St Helena.
Los interesados explican que el papeleo era demasiado complejo; y los criterios, demasiado estrictos.
VIDEO | Así promociona el Inguat los sitios turísticos en Nueva York.
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— Emisoras Unidas (@EmisorasUnidas) November 20, 2017
Fuente: AFP