A sus 65 años, Marcela Ajú ha ayudado a traer al mundo a tantos niños que se siente incapaz de recordarlos a todos sin olvidarse de alguno. Hoy, escondida tras unos anteojos que desdibujan su vida, espera el día en el que Guatemala olvide su desdén hacia su labor como comadrona.
“No nos toman en cuenta. Sufrimos y el Gobierno no hace nada. Que le importa. ¿Por qué nos hace así?”. Marcela tiene el verbo ácido, roto de tanto bregar y de tanto reivindicar, pero es capaz de ignorar hasta su propio tormento cuando escucha el llanto de un bebé recién nacido. Un canto de serenidad donde logra calmar su desazón.
Desde hace 35 años
Hace 35 años que Marcela, que adorna su pelo color ceniza recogido en una trenza con una cinta azul, recibió su “don”. En medio de la noche, con la cabeza y los brazos doloridos, se le apareció un muchachito de unos 10 años “vestido todo de blanco” que pasaba una y otra vez acompañado de un grupo de “pajaritos”.
Avergonzada decidió guardar bajo llave en el cajón del olvido esta aparición, pero el sueño se repetía una y otra vez y, asustada, se lo contó a su esposo, que pensó que el “patojito” venía para llevársela al otro mundo. Mas no se fue Marcela, sino su marido, y días después de su entierro entendió su visión.
Aún con el dolor de haber perdido a su compañero de vida, Marcela se armó de valor y aceptó un trabajo como comadrona, un “don” que llegó como agua de mayo, aunque en ese entonces no sabía que tendría que luchar contra los estigmas de la sociedad, del personal médico y del Estado, que han relegado de la historia a su colectivo.
Luchó contra todo
Pero ella es fuerte, resistente y con coraje. Luchó contra todo, incluso contra su madre, que le dijo que era una “responsabilidad muy grande”. Desde entonces, dice mientras revisa que en su maletín estén todas las herramientas necesarias para empezar sus visitas -muchas de las cuáles ella misma ha comprado-, ningún paciente le ha fallecido. Y ha atendido partos complicados.
Es casi mediodía, la hora de ir a ver a una de sus pacientes. Es una mujer joven que tendrá a su segundo hijo, no se sabe si niño o niña, prefiere no saberlo porque le gustan las sorpresas. Cuidadosa como si agarrara una bola de cristal, Marcela le pone las manos sobre su barriga y empieza a tocarla.
Va a cumplir nueve meses de gestación. “La cabecita está hacia abajo. Todo está normal. Se puede atender en casa”, le dice a la joven, y le recomienda ir preparando los pañales y la ropa del bebé: “Los niños vienen de un lugar muy especial, está calentito”.
La alimentación es fundamental
Marcela tiene dos hijos y dos hijas y mucha experiencia en su espalda. Sus 38 nietos y 7 bisnietos lo primero que vieron fueron sus ojos azabaches. Sabe que una buena alimentación, con frutas y verduras, es fundamental para las futuras madres: “Coma bien”, le dice a la muchacha mientras se despide con su petate, que pesa más de 10 kilos, sobre la cabeza.
Ahora va a visitar a Pedro Danilo Inocente, un bebé de unos tres meses. Las comadronas no solo atienden el parto, también acompañan todo el proceso posterior. Un trabajo arduo y complicado, de mucha responsabilidad y dedicación, que dura más de un año y por el que cobran unos 50 dólares. En ocasiones nada y otras “lo que puedan” darles.
Mientras golpea con efusividad la puerta, una mujer con un niño en brazos envuelto en una manta suave de color azul le da los buenos días en kaqchikel. Tiene el pelo largo, por debajo de las nalgas. Dio a luz en un hospital público por miedo, pero ahora tuvo que recurrir a Marcela. Tiene una infección en la matriz.
La comadrona la atiende
La joven se tumba sobre su cama y la comadrona le unta una pomada alcanforada sobre la barriga y le dice que se cuide, que guarde el máximo reposo posible y que tome mucha agua. La faja sobre su vientre, que tensa y anuda fuerte, le ayudará. Dentro de unos días volverá a verla, pero todo parece que va a ir bien.
Ha sido un día duro. Marcela ha atravesado decenas de kilómetros por caminos polvorientos y empinados para visitar a sus pacientes. Llega a su casa, una humilde vivienda ubicada en Patzún, y reflexiona, como muchos otros días. Casi todos. Lleva toda su vida luchando entre el pasado y el presente, entre lo visible y lo invisible. Entre el infinito y el instante.
Y entre una cosa y otra se mueve su labor y la de otras muchas mujeres ignoradas por su patria, pero sí reconocidas por la historia. Lo único que quieren es que Guatemala apruebe una ley que las dignifique y les de un salario, tal y como promueve la Alianza Nacional de Organizaciones de Mujeres Indígenas por la Salud Reproductiva.
No tienen límites
Y es que ellas son las que entienden a las mujeres en su idioma y cultura. Cubriendo las necesidades como nadie. No tienen límites para caminar bajo un sol que derrite el alma por caminos polvorientos con el fin de atender “lo primero” de todo: la salud de la madre y del niño.
“Por la misericordia de Dios”, clama Marcela al pensar en un proyecto de ley que está en su segundo debate, estancado en el Congreso, y que en una ocasión, después de que los parlamentarios lo aprobaran, fue vetado por el presidente.
Las comadronas indígenas, miles en todo el país, reciben su profesión como un don divino, pero viven maldecidas por el olvido. Nadie recuerda que son ellas las que ayudan a reducir la mortalidad infantil en Guatemala, una de las más altas de toda América Latina.