Sentir el calor de una madre, su atención y su cariño al venir al mundo, es quizás una de las necesidades más grandes que un ser humano puede experimentar a lo largo de toda su vida. Pocas cosas habrá que necesitemos más. De hecho, el primer terror que conocemos es el miedo a perderla, a tener esa madre ausente que no nos socorra cuando lo necesitemos. Si eso sucede, no habrá nada en el mundo que lo compense.
En esos primeros momentos de nuestra vida, somos capaces de aceptar y soportar cualquier cosa que ella haga. Si nos critica duramente o si nos desprecia, somos capaces de perdonarla en un pestañeo. De hecho, ni siquiera nos atrevemos a cuestionar lo que nos hizo, más bien nos culpamos a nosotros mismos por haber desatado su cólera. Lo que más tememos, en esos primeros años, es que nos abandone.
Por disponible que una madre esté, a veces tiene que ausentarse. Nos deja solos, aunque sea por lapsos breves. Pero no nos resignamos a que eso suceda, porque a tan corta edad no tenemos conciencia del tiempo y no sabemos si va a volver. Poco a poco aprendemos a lidiar con esas ausencias breves, aunque signifiquen dolor y miedo.
Si por alguna razón nuestra madre se ausenta no por lapsos breves, sino la mayor parte del tiempo, en nuestro corazón se abre una herida que puede que jamás cierre. Y cuando esa madre está totalmente ausente, el daño emocional es tan grande que dejará una huella en nuestra mente, sobre todo si esto ocurre durante los seis primeros años de nuestra vida.
Hay personas que llegan a la vida adulta sintiéndose aterradas en todas aquellas situaciones en las que tienen que estar solas. Cuando no hay nadie en la casa, por ejemplo, se abre paso en su interior un pozo de angustia en el que sienten que se ahogan. A veces estas personas son encantadoras: han aprendido que deben “portarse bien” y ser lo que otros esperan. Pero a solas, se sienten como niños aterrados que sucumben al miedo
La ausencia de la madre también podría estar en la raíz de muchos trastornos del sueño y de la alimentación. Puede que la madre quisiera que su bebé comiera y durmiera, y le manipulaba sin entregarle su presencia incondicional. No dormir y no comer, a veces, podía convertirse en una manera de contrariarla. De cobrarle una deuda, aunque quien termine pagando sea uno mismo.
Una madre que se ausenta con frecuencia y por largos lapsos, puede inducir un fuerte estado de ansiedad en su hijo. Hay miedo cuando se va, pero también hay miedo cuando vuelve, porque el pequeño no sabe cuándo se irá de nuevo. Hay madres que se valen de ese miedo para “controlar” a sus hijos: los amenazan con abandonarlos cuando no obedecen. El niño no tiene escapatoria, si no cuenta con una madre suficientemente buena.
El niño que vive con una madre ausente, desarrolla frente a ella un comportamiento que sigue una secuencia típica: protesta, desesperación y alejamiento. La ausencia no enciende el cariño, sino que enloquece las emociones. Al final la salida es bloquear los sentimientos amorosos. También, a veces, cultivar un odio sordo por haber sido sometidos a ese círculo vicioso fatal de querer y perder, una y otra vez.
Una madre ausente puede dar lugar a seres humanos distantes, rabiosas y tristes. Sus hijos aprenden, poco a poco y con el alma ardiendo, que finalmente tienen que vérselas solos con el mundo.
Así, para sobrevivir a esa situación, que los niños experimentan como muy peligrosa, a veces se ponen máscaras: el simpático, el obediente, el matón del barrio, el insensible… En su vida adulta, a estas personas les resultará difícil reconocer lo que hay detrás de esa personalidad falsa que se inventaron para lidiar con el abandono.
Lo que se pierde en el fondo con una madre que abandona es la confianza en los demás. También la esperanza de que alguien pueda responder a nuestras necesidades o incluso, a amarnos. A partir de esto, en la vida adulta se ama intentando crear lazos de dependencia absoluta, que una y otra vez fracasan.
Por otro lado, en ocasiones las relaciones con los demás permanecen llenas de suspicacias, o se exige de los demás conductas imposibles. Lo que deja tras de sí una madre ausente es un ser humano que aprende a establecer vínculos llenos de rabia, ansiedad y sobre todo, desconfianza.