Cada una de esas tiras permitía ver durante apenas un minuto imágenes en movimiento tan sorprendentes y realistas que, más de un espectador trató de apartarse de la trayectoria del tren que llegaba a la estación de la Ciotat, el pueblo de los hermanos Lumière, inventores de aquel artilugio de barraca de feria.
Bien es verdad que a la gente le costó entrar a lo que parecía una exibición de linterna mágica, sobre todo en fechas como aquellas, en las que andaban pendientes de los preparativos de la celebración de final de año.
Sin embargo, uno de aquellos primeros espectadores de cine lo tuvo claro desde el principio. Se llamaba Georges Méliès e hizo todo lo posible por conseguir uno de esos aparatos para explotarlo comercialmente en su teatro.
Méliès llegó a ofrecer sin éxito 10.000 francos de entonces, en tanto que el director del Museo Grevin dobló la cantidad y el director del Folies-Bergères elevó la suma hasta los 50.000 francos. Pero ninguno pudo hacerse con uno de esos aparatos no destinados, según sus inventores, a la diversión, sino a la ciencia.
Pese a todo, los Lumière estaban más cerca del futuro del cine que Thomas Alba Edisón que se les adelantó a la hora de inventar la máquina capaz de filmar. El genio americano se equivocó al pensar que sería más rentable patentarlo como máquinas de exhibición individuales.