Desde Harry Truman hasta Donald Trump, los presidentes de Estados Unidos han contado con lugares seguros donde resguardarse en caso de una guerra nuclear.
En el caso de Trump, ante una amenaza nuclear, el comandante en jefe sería trasladado de inmediato a uno de los tantos búnkeres que tiene a su disposición.
Uno de ellos está debajo de la Casa Blanca y se trata de un área fortificada construida en la década de 1950. Otro está escondido en las montañas Blue Ridge, en Virginia.
También tiene un refugio antibombas en su residencia Mar-a-Lago y otro en su club de golf y resort de West Palm Beach, ambos ubicados en Florida.
Pero estos últimos dos no tienen nada que ver con el hecho de que Trump sea el presidente de los Estados Unidos.
Sin embargo, ningún búnker, por más tecnológico que sea, sobreviviría a un ataque directo.
“No existe defensa alguna contra la tremenda explosión y calor” de una bomba nuclear, dice Kenneth Rose, autor del libro “Una nación subterránea: el refugio nuclear en la cultura estadounidense”.
No obstante, si el presidente logra sobrevivir al ataque inicial, entonces el búnker sería útil. Aunque el resto del mundo estuviera en llamas, el “líder del mundo libre” necesitaría un lugar seguro desde donde dirigir a la nación.
Pero el presidente no estaría allí solo, sino que lo acompañaría un grupo de personas de la “cima de la cadena alimentaria”, afirma Robert Darling, un infante de marina que pasó parte del 11 de septiembre de 2001 en el búnker de la Casa Blanca.
Según Darling, solo unos pocos son admitidos en el búnker presidencial, convirtiendo la jerarquía social en una cuestión de vida o muerte.
Con información de la BBC