Era el 14 de febrero de 2010. Steve Stevens enamorado como el primer día que conoció a Rafaela en una playa de México, Steve supuso que resultaría divertido celebrar el Día de San Valentín dejando que el viento fresco de la bahía impactara sobre sus rostros.
Fue así que la invitó a dar un paseo en motocicleta, una de las actividades que el hombre más disfrutaba. Sería divertido, pensó.
Sin embargo, ella no quería. Pero el hombre, insistente, le pidió una y otra vez que lo acompañara en la aventura. No estarían solos: unos amigos también formarían parte del contingente y no duraría muchas horas. Finalmente, accedió. Al fin y al cabo tenían mucho por celebrar.
Pero el destino tenía reservado un día trágico, no uno de amor. Una joven conductora no detuvo su marcha frente a un cartel de Stop y su vehículo impactó contra la moto que conducía Steve.
Sus cuerpos volaron por los aires, pero la cabeza de Rafaela impactó de lleno y de manera brutal contra el asfalto. El casco sirvió de protección, pero parcialmente.
El hombre iba y venía de su inconsciencia e intentaba saber cómo estaba su amada esposa. Lo último que recordó de ese momento fue a los paramédicos.
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-Después, una nube negra que lo cubrió todo-
Rafaela salvó su vida por poco gracias a los médicos. 27 días pasó en estado crítico hasta que finalmente quedó en estado vegetativo. Sólo abría los ojos por momentos y los volvía a cerrar. Movía sus manos y poco más.
Eso sí: sus lágrimas brotaban con mayor frecuencia que sus muecas de sonrisas. Los profesionales le consultaron a Steve la pregunta que lo encerró y que no quería escuchar: ¿querría desconectarla y evitar el sufrimiento de su amada esposa sabiendo que jamás volvería a ser la que alguna vez fue?
El trámite sería sencillo sólo debía dar la orden y Rafaela sería trasladada a un hospicio donde recibiría atención para evitar los dolores y morir en paz. Pero el fanático de los paseos en moto no quiso. Su dolor interno y su culpa eran tales que pensó que mantenerla con vida sería su regalo para alguien que amaba vivir con todas sus fuerzas. “No”, fue su respuesta.
Sus días conectada a una máquina que le permitía respirar y la asistía en su alimentación fueron en el Villa Coronado Skilled Nursing Facility.
En aquella habitación pasó nueve años. A su lado, cada día, Steve quien la acompañaba durante horas una vez que terminaba su jornada laboral. Los sábados estaba medio día y los domingos se los dedicaba por entero.
Cada minuto atento a los mínimos movimientos que percibía -o quería percibir- como un signo de avance. Le hablaba, le contaba sobre su trabajo, la perfumaba, peinaba. La amaba.
Investigan abuso sexual a mujer en estado vegetativo que dio a luz en Arizona.
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-Desesperado-
Steve Stevens, entonces 53 años, llamó a su madre. Luego de que sintiera que Dios le había hablado. Había estacionado su automóvil en el borde del Puente Coronado, cercano a la Bahía de San Diego. Estaba decidido.
Quería bajar y lanzarse. No toleraba el dolor y la culpa de sentirse el responsable de que su amada esposa, Rafaela, estuviera postrada, asistida mecánicamente para poder respirar y alimentarse y que permanecería así por el resto de sus días.
Pero entonces, tras percibir esa presencia divina en el interior del vehículo decidió permanecer sentado y hacer la llamada. Fue en ese momento que llamó a quien pensaba podría entenderlo. Cathy Stevens lo escuchó con atención, sabía que estaba apesadumbrado.
– Quiero saltar por el puente.
– Espera hasta que yo llegue allí. Lo haré contigo.
Steve escuchó desconcertado. La mujer le explicó que tomaría la misma decisión si él optaba por quitarse la vida.
Lo acompañaría en lanzarse desde lo alto del puente. Cathy permaneció hablando con su hijo durante un largo tiempo hasta que lo convenció de que debía recibir ayuda psicológica y que no podía cargar con semejante peso en su interior.
-Conversaciones con su madre-
Los diálogos con su madre también se extendían por largas horas. Cathy lo veía con el peso propio de alguien que no logra ser feliz pese a estar haciendo lo que cree que es correcto.
En cierta medida lo entendía y se sentía reflejada. Ella misma había cuidado por doce años de su marido, padre de Steve, quien padeció Alzheimer.
“¿Cómo puedes seguir? ¿Por cuánto tiempo?“, le preguntaba una y otra vez. “Así es mi vida”, respondía. Su vida, como él decía estaba dedicada en absoluto a Rafaela.
Padres del tetrapléjico Vincent Lambert, un hombre que estuvo en estado vegetativo desde hace 11 años, califican su muerte de “crimen de Estado”
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-Cambio de planes-
Los planes de Steve cambiaban a medida que no veía avances en su esposa. No bajaba los brazos pero cada vez le costaba más mantenerlos en alto.
Habían pasado casi ocho años cuando tomó una decisión: la dejaría partir. Veía que su amada dormía cada vez más y que apenas si abría los ojos.
Fue entonces que le preguntó: “¿Quieres ir con Jesús?”. Pero, lógicamente, no hubo ninguna respuesta. La decisión debía ser tomada por él.
Sobre todo una angustiosa pregunta lo invadió: qué ocurriría con ella si algo le pasara a él. Steve ya tenía más de 60 años. Cualquier cosa podría sucederle. Temió que Rafaela se convirtiera en la mujer que estaba en la Villa en la habitación de al lado a quien nadie visitaba nunca.
¿Abandonarla? Jamás, pensó el hombre y comenzó a pensar seriamente en la opción de poner fin a su vida. La decisión la tomó en octubre de 2018. Casi nueve años después del accidente que lo cambió todo.
Entonces la trasladó a LakeView Home en San Diego, un lugar donde la gente desahuciada va a morir. El 14 de noviembre del año pasado Rafaela fue llevada allí.
En la Villa se despidieron de la paciente que había sido atendida tan amablemente y con cariño por todos. Algunos lloraron. Una vez en su lugar definitivo, la máquina que la alimentaba fue desconectada.
Irónicamente, ese tratamiento para darle de comer le producía dolores. Todo esos aparatos ¿prolongaron su vida o su muerte? Sólo le dejaron injerir los medicamentos que aliviaran el dolor.
Poco a poco se fue apagando mientras Steve le susurraba al oído que todo estaría bien. Y que la amaba. También rogó por su último perdón que seguramente hacía tiempo Rafaela le había regalado.